
Esta historia es el RESUMEN del Capítulo 23 del Tomo DOS de la serie de libros: «Historia de la Guardia Nacional de Nicaragua» por el Lic. Nicolás López Maltez.
(ED582 Octubre 2024). 1956 Muerte del Gral. Anastasio Somoza García. El último viaje del Gral. Somoza fuera de Nicaragua lo hizo a Panamá el 22 de julio de 1956 para asistir a La Cumbre de las Américas de 19 presidentes de América que aprobaron La Declaración de Panamá, y se establecieron las bases del Banco Interamericano de Desarrollo, BID. El Gral. Somoza se reunió con el Presidente de Estados Unidos, Gral. Dwight David Eisenhower. Sin sospechar el drama que viviría dos meses después en la ciudad de León. Fue la primera y última vez que Somoza departió con el Presidente Eisenhower. En 1955 en El Salvador, el Tnte. exGN Guillermo Marenco Lacayo, estaba entrenando a Rigoberto López Pérez en San Salvador.
Este es parte de su testimonio: «Sería como a mediados de Agosto de 1956, cuando López Pérez se preparó para su tercer viaje a Managua. Ni él ni nadie sabía que sería el último viaje, y éste sin retorno. Rigoberto López Pérez partió de San Salvador en su tercer viaje, iba solo a su destino. Era a mediados de Agosto de 1956, un poco más de un mes antes de ejecutar su acción definitiva».

Rigoberto López Pérez ingresó a Managua por el Aeropuerto Internacional Las Mercedes, exactamente el 10 de Septiembre de 1956. López Pérez inició la búsqueda de la oportunidad de disparar contra el Gral. Somoza García en tres lugares. Le buscó en la hacienda “San Jacinto” el 14 de Septiembre de 1956, en la conmemoración del Centenario de la Batalla de San Jacinto, pero no pudo ni acercarse porque el círculo de seguridad era impenetrable. Volvió a presentarse una segunda oportunidad seis días después, el jueves 20 de Septiembre de 1956 en el Teatro González de la ciudad de León, en la Gran Convención del Partido Liberal Nacionalista, PLN, que volvió a proclamar al Gral. Anastasio Somoza García como el candidato del partido, para presidente, que si ganaba las elecciones algo que nadie dudaba sería reelecto para ejercer otro período como presidente que finalizaría en 1963, fecha que nunca llegaría para Somoza ni para López Pérez. Tampoco en el Teatro González tuvo oportunidad de acercarse a su objetivo. En el interior del Teatro González de León se encontraba el director del periódico «El Cronista», Dr. Rafaél Corrales Rojas «Raf» que estaba conversando con el Dr. Oscar Sevilla Sacasa, cuando «Raf» vió a Rigoberto López Pérez, sentado en el Teatro.
Inmediatamente le indicó al Dr. Sevilla Sacasa: «Ese hombre que está ahí sentado es muy peligroso, es enemigo acérrimo del gobierno». Sevilla Sacasa no le hizo caso e indiferentemente exclamó: «Bueno pues, hombre, ya lo ví». . Fue la segunda vez que Corrales Rojas se cruzaba en el destino de López Pérez. Cuatro días antes, el 17 de Septiembre de 1956, el periodista Ignacio Briones Torres conoció Rigoberto López Pérez, en la oficina del Dr. Enoc Aguado donde ambos coincidieron por casualidad. El Dr. Aguado los presentó diciéndole a López Pérez que Nacho Briones, opositor de confianza. Al salir de la oficina del Dr. Aguado se fueron juntos platicando sobre los exiliados en El Salvador, tema que le interesaba a Briones Torres.

Así llegaron hasta la estación del tren de Managua, pero López Pérez no le reveló sus planes del atentado y se despidieron. Después de la carceleada que le propinaron, Briones Torres se interesó en investigar los pormenores del atentado, y entre otros detalles dijo: «Durante el día 21 de Septiembre de 1956, Rigoberto López Pérez anduvo con Armando Zelaya Castro «Zelayita», su supuesto cuñado, invitando públicamente en un carro con altoparlantes (una “barata”) a la fiesta del Club de Obreros de León en honor del Gral. Somoza. Rigoberto no habló en el micrófono, sino que se limitó a acompañarlo, pero aprovecho esa oportunidad para sus propósitos. Al finalizar la tarde, Zelaya dejó a Rigoberto en la propia puerta del Club de Obreros, y es muy seguro que en ese momento introdujo el revólver al recinto, presumiblemente lo escondió detrás del tanque del inodoro, previniendo que registraran a los concurrentes que entraran a la fiesta de la noche».
La historia tendría sus variantes. Rigoberto López llegó al local del Club a esconder la pistola en el baño antes que comenzara la fiesta, de modo que por la noche López Pérez llegó desarmado a la fiesta y entró sin problemas al Club de Obreros de León. Por la tarde del Viernes 21 de Septiembre de 1956, después de haber andado en «la barata» invitando a la fiesta de esa noche en el Club de Obreros en honor al Gral. Somoza, recorrido que concluyó frente al Club. López Pérez se metió al local del Club y se dirigió al baño con toda naturalidad y escondió el revolver detrás del tanque del inodoro y regresó al hogar de su madre. Doña Soledad López Calero, madre de Rigoberto, estaba feliz de tener a su hijo primogénito en su hogar, ella no tenía idea de las intenciones de su hijo al regresar de El Salvador. Doña Soledad mantuvo a su familia con su trabajo de panadera al ser abandonada con tres meses de embarazo por Francisco Pérez, padre irresponsable de Rigoberto. Cuando Rigoberto nació, Soledad lo inscribió en el Registro Civil poniendo primero su apellido López y después el apellido Pérez de su padre.

Ya nacido Rigoberto apareció un joven enamorado de Soledad dispuesto a ser su compañero y hacerse cargo del niño. José Dolores Meléndez, se llamó ese joven que fue un verdadero padre para Rigo en su infancia y adolescencia. Meléndez procreó tres hijos con Soledad: Efraín Salvador, María Azucena y María Soledad, hermanos de madre muy queridos de López Pérez. José Dolores y Soledad formalizaron su relación contrayendo matrimonio civil. Rigoberto aprobó su escuela primaria, comenzó la secundaria pero no la concluyó.
En el Hospicio San Juan de Dios aprendió el oficio de sastre, después ingresó a la Escuela de Comercio Somarriba donde se graduó de contador, mecanógrafo y taquígrafo oficios que nunca ejerció. Sin ningún estudio se dedicó al periodismo, trabajando primero como tipógrafo del diario El Centroamericano y parcialmente como reportero. En El Centroamericano, su director y propietario Rodolfo Abaúnza, lo estimuló publicándole sus poemas, que no impresionaron a nadie, pero él se emocionaba de ver su creación literaria en las páginas del periódico. Se acercó al segundo periódico de León, El Cronista, y es ahí donde conoció al propietario y director, Dr. Rafaél Corrales Rojas, «Raf», abogado somocista, que le publicaba sus versos, aunque eran mediocres, y también reporteaba noticias.
El 21 de septiembre de 1956, ya habiendo escondido el revólver Smith & Wesson, en el baño del Club de Obreros, se dió una ducha en su casa y se vistió con una guayabera blanca y un pantalón azul, pero sin intención de asociar su sencilla ropa con los colores patrios de Nicaragua. Al salir de su casa rumbo a su destino final, se despidió de su madre sin melodramatismos, diciéndole: «Ya vuelvo mamá, voy a hacer “un volado”». Doña Soledad, que no tenía ni la menor idea ni sospecha que nunca más volverá a ver a su adorado primogénito, con toda sencillez de respondió: «Que te vaya bien hijo, no vengás tarde». A las ocho de la noche Rigoberto López Pérez se fue a pie directamente al Club de Obreros y llegó poco menos de una hora antes de la llegada de Somoza. El ingreso a la fiesta estaba abierta al público.
En la puerta estaba Álvaro Álvarez, presidente del Club de Obreros vendiendo las intrasmisibles para que las compraran los que querían estar en la fiesta en honor al Gral. Somoza. Con toda naturalidad Rigoberto López Pérez compró su entrada e ingresó al Club. En horas de la mañana tuvo una reunión con Edwin Castro Rodríguez para repasar el plan de distracción que consistía en que Ausberto Narváez Parajón, joven de 26 años, liberal independiente y recién casado, debía ubicarse cerca del Club de Obreros y al escuchar los disparos debía hacer señales con las luces de un automóvil.
Esas señales serían vistas por Edwin Castro Rodríguez para asaltar la planta eléctrica de León en compañía de Cornelio Silva Argüello con el propósito de desconectar el fluido eléctrico en la zona del Club de Obrero. Además provocarían un incendio en el edificio de La Renta. Agregarían dispararos de bombas pirotécnicas de mecate para aumentar la confusión. Apagón y confusión que debía aprovechar López Pérez para escapar de la escena del atentado, abriéndole una minúscula rehendija por donde salir con vida tras el atentado, algo que era súmamente imposible.
Todo este plan era una ilusión matemáticamente imposible de cumplirse aunque tomara menos de un minuto, porque tras los cinco disparos de López Pérez no podían pasar más de cinco o diez segundos para que lo atacaran y mataran. Cornelio Silva Argüello, era un conservador que había acordado con Edwin Castro tomarse el Cuartel de la Guardia Nacional durante la confusión, para lo cual Silva Argüello llevaría varias armas y un grupo de hombres de Chontales y transportarlas a León.
Todo eso era una total fantasía que nunca se convertiría en hechos reales. Somoza continuó preparándose para la fiesta. Se dio un baño para refrescarse y tonificar su cuerpo. Al salir de la ducha el Mayor G.N. Luis Ocón le cambio la bolsa de los desechos orgánicos y le instaló en el tubo intestinal una bolsa nueva. Le trajo el chaleco a prueba de balas, pero Somoza lo rechazó y le dijo: «Dejá esa babosada porque no me lo voy a poner».
El Mayor Ocón puso el chaleco sobre la cama y ahí quedó la prenda blindada que le pudo haber salvado la vida. Somoza estaba tan optimista y eufórico porque estaba a las puertas de su reelección y se comportaba con mucho descuido de su seguridad y total imprudencia. Junto con su esposa Salvadora subieron a la limusina negra presidencial para dirigirse al Club de Obreros, a recibir un homenaje que le entusiasmaba, convencido que la clase trabajadora le apoyaba y le tenía cariño. Anteriormente se había enojado con su jefe de seguridad, Richard Van Winckle porque le había advertido que tomara en serio el mensaje del dictador dominicano Rafaél Leonidas Trujillo que le informó que se rumoraba que «Somoza era hombre muerto», pero Somoza regañó a todos los que llegaron con el telegrama de advertencia que le mandó Trujillo.
Somoza trató de mala manera a todos los que le advirtieron el peligro. Esa conducta de Somoza rechazando las prácticas elementales de seguridad es algo incomprensible, considerando que dos años antes, en Abril de 1954, se había estructurado una fuerte conspiración para matarlo a él y a sus dos hijos, pero en su optimista euforia rechazó ponerse el chaleco a prueba de balas y regañó a todos los que le llevaron el telegrama de Trujillo.
El Coronel Lizandro Delgadillo, Comandante de León, había organizado la vigilancia y seguridad para proteger al Gral. Somoza en el Club de Obreros. En ese esquema, Delgadillo había designado para estar en la puerta del Club a un experimentado agente de la Policía de León, el Cabo G.N. Toribio Obando, alias «Pipilacha», conocedor de todo el mundo leonés, pero la recién formada Oficina de Seguridad Nacional bajo la dirección de Richard Van Winckle, un exagente del FBI, había trasladado a sus oficiales a León y literalmente tomaron el mando de la seguridad del presidente Somoza, desplazando con altanería a los agentes locales que el Comandante de León, Cnel. Lizandro Delgadillo había destacado para la seguridad. El Cabo «Pipilacha» no solamente fue destituido de la vigilancia de la entrada del Club, sino que fue humillado y expulsado con exceso de petulancia por los oficiales de la Oficina de Seguridad.
Cuando Rigoberto López entró al Club de Obreros, el agente de la Oficina de Seguridad, que era un oficial de la Guardia Nacional, graduado en la Academia Militar de Nicaragua, no tenía ni la más remota idea de la persona de López Pérez. Si en esa puerta hubiesen dejado al Cabo G.N. Toribio Obando, «Pipilacha», la historia sería diferente, porque Obando conocía la condición de opositor de López Pérez al régimen de Somoza, y nunca hubiera permitido que ingresara al Club de Obreros la noche del 21 de Septiembre de 1956.
Pero el destino ya había decretado que la historia de la vida del Gral. Somoza y la vida de Rigoberto López Pérez, estaban decididas. Bailando se acercó la muerte… En la fiesta todo era optimismo, alegría y triunfalismo. Al ingresar Somoza, a las 9:00 p.m. muy elegante con su traje azul oscuro llevando del brazo a su esposa Salvadora que vestía un elegante traje, unos pasos atrás del presidente venía el Mayor G.N. Luis Ocón y también Danilo Barreto, encargado de dirigir el protocolo. Un redoble de tambores puso de pié a toda la concurrencia.
La orquesta ejecutó el Himno Nacional. Al terminar el himno tronaron los aplausos y los gritos «¡Viva Somoza!» que el Gral. Somoza recibió con satisfacción levantando ambas manos para saludar a los obreros y concurrentes. Somoza ocupó la mesa honor acomapañado de su esposa Salvadora y a los lados del presidente se sentaron el Dr. Orlando Buitrago Méndez, el Cnel. Lizandro Delgadillo, ambos con sus esposas; el Dr. José Montalván, Eduardo Argüello Cervantes con su esposa Mariana Sansón de Argüello, destacada poeta y su hermana, Esperanza Sansón, ambas muy bellas damas.
Al lado del presidente la Novia del Club de Obreros, la señorita Azucena Poveda, también en la mesa de honor se sentaron Ligia Irías y el diputado Adolfo Martínez. El Gral. Somoza inició el baile danzando un vals con su esposa Salvadora. El baile se estableció en forma generalizada y se lanzaron a la pista innumerables parejas de muy variados niveles sociales. Confundido entre la gran cantidad de parejas que hacían toda clase de requiebros. Rigoberto López Pérez también bailaba con una joven, pero su propósito no era la danza, sino medir, calcular, observar y mentalmente escoger el mejor ángulo y practicar con su pensamiento la acción.
Poco más tarde, cuando el baile estaba en todo su furor, Somoza invitó a bailar la novia del Club Azucena Poveda el mambo Caballo Negro que le dio oportunidad de demostrar que era un experto bailando, generando gritos, vivas y aplausos de los obreros que admiraban las contorsiones del presidente. Luego el general se sentó y no volvió a bailar, pero el baile continuó con gran entusiasmo. Con la música del conjunto Roger del Moral que amenizaba la fiesta, Rigoberto López invitó a bailar de nuevo a la misma joven, y baila bailando el romántico bolero Hotel San Francisco, se fue acercando a la mesa de Somoza.
Mientras López Pérez se acercaba, entró en escena una vez más, el Dr. Rafaél Corrales Rojas, «Raf». Esta vez se dedicó a enseñarle dos periódicos al Gral. Somoza, uno era El Centroamericano y el otro era su propio periódico, El Cronista, diciéndole: «Lea General lo que escribió de la Gran Convención su ahijado Rodolfo Abaúnza y lea lo que digo yo». Mientras leían los periódicos que Raf le mostraba, Doña Salvadora llamó a Danilo Barreto y le dijo: «Decile a Tacho que ya nos debemos ir, yo estoy cansada de todo el ajetreo de hoy y mañana tenemos que salir temprano para Managua. Sólo a vos te hace caso».
Inmediatamente Danilo Barreto le habló al presidente al oído: «Jefe, es hora de irnos, mañana hay que madrugar». Y como respuesta campechana Somoza le respondió: «Bueno pues, ya nos vamos a ir. Pero dejame un rato más. Sos un dictador». En ese momento un caballero invitó a bailar a Marianita Sansón y bailaron el mismo bolero Hotel San Francisco que bailaba López Pérez, frente a la mesa de Tacho Somoza. Mientras tanto Anastasio Somoza tenía desplegado el periódico leyéndolo y doña Salvadora leía el otro periódico.
Rigoberto se había acercado lo suficiente y cuando ya estaba a escasos dos metros de distancia, extrajo su revólver y disparó lateralmente sobre el cuerpo de Somoza García, tal como lo había practicado en los entrenamientos: de arriba hacia abajo, lateralmente, buscando cómo evitar la posibilidad de un chaleco a prueba de balas, disparando sobre la posible apertura del chaleco, ligeramente agachado, con las piernas abiertas para mejor estabilidad y sosteniendo el arma firmemente con las dos manos, según la técnica que le había enseñado el Tnte. exG.N. Guillermo Marenco Lacayo. Rítmicamente disparó López Pérez con mucha pericia y precisión. Sonaron las explosiones. Uno. Dos. Tres. Cuatro, Cinco balazos. Cuatro acertaron en el blanco. La misión y obsesión de Rigoberto López Pérez, largamente preparada, estaban cumplidas.
Eran las once y cuarto de la noche (11:15 p.m.) del Viernes 21 de Septiembre de 1956. López Pérez no tuvo tiempo de percatarse que sus complotados le habían fallado. No hubo apagón, no se provocó ningún incendio en el edificio de La Renta ni hicieron ruido con las bombas de mecate ni intentaron tomarse el Cuartel de la Guardia Nacional. Le habían fallado en proporcionarle la inalcanzable esperanza de salir con vida, que de todas maneras era una misión imposible y aunque hubiesen realizado todas las distracciones programadas, López Pérez no tuvo vida para darse cuenta. Rigoberto estaba ahí de pié, perfectamente visible, pistola en mano y cercano a distancia de tiro de los atónitos guardaespaldas de Somoza. Salvadora de Somoza atinó a decir protestando: «¡Qué falta de respeto! Están tirando triquitracas delante del Presidente».
Y la imprecación pronunciada por el propio Somoza: «¡Ay, rejodido!, ¡me tiraste!». Y las palabras finales que pronunció en el Club, sin duda creyendo al principio que su condición no era mortal, instintivamente pareció querer averiguar lo que había detrás del ataque, diciendo: «¡No lo maten, jodido!». Fueron las últimas palabras que escuchó Rigoberto, porque en ese momento su mortal humanidad recibió un descomunal culatazo propinado en la cara por el Cabo G.N Lindo que le desencajó la mandíbula y le quebró los dientes.
Detrás de López Pérez se acercó rápidamente el Sargento G.N. Pedro Gutiérrez, apuntó su pistola a la parte trasera del cráneo de López Pérez y le disparó, la bala atravesó su cabeza y salió por la cara, desprendiéndole el ojo derecho que se salió de órbita quedándole colgado sobre la mejía. Su muerte fue instantánea, pero la misión que se propuso por tanto tiempo, estaba concluida.
Somoza se dobló en su silla, en sus manos temblaba el periódico y de alguna forma pretendió protegerse con el mismo periódico. Tacho Somoza estaba consciente, cuando sus custodios comenzaron a disparar sobre López Pérez, ya era muy tarde para Somoza saber quien le había disparado. El cuerpo de Rigoberto Lépez Pérez estaba recibiendo los primeros balazos ya cadáver. Pero antes de que Rigoberto cayera, teniendo todavía su pistola en la mano, un atónito Rafaél Corrales Rojas lo identificó en el acto, exclamando en voz alta: «¡Si es el poeta López!». Otros testigos recuerdan que en el clímax del momento, el periódico temblaba en las manos del viejo Tacho, mientras gritaba imprecaciones.
Cuando Rigoberto yacía en el piso convertido en cadáver, oficiales de la Guardia se acercaron al cuerpo muerto a vaciar sus armas. Entre ellos el Coronel Camilo González. Otro que disparó todas las balas de su pistola fue Eduardo Argüello Cervantes. El Cnel. Lizandro Delgadillo se acercó a Somoza y le preguntó: «¿Está herido Jefe?» y Somoza le respondió: «Sí hijo», entonces Delgadillo corrió a la puerta gritando: «¡Traigan rápido una ambulancia!», pero cuando regresaba de la puerta, ya traían a Somoza en andas con todo y la silla donde estaba sentado al momento del ataque, cargandolo entre cuatro la silla con Somoza sentado: El Mayor G.N. Luis Ocón, el Cnel. Camilo González, Juan Bautista Lacayo y el Ing. Arnoldo Ramírez Eva. El herido venía con el cuerpo ladeado y los ojos cerrados.
Lo sacaron a la acera y lo metieron sin la silla en el asiento trasero de la limosina presidencial. Al lado de Somoza se sentó Doña Salvadora y en el otro asiento Luis Ocón y Camilo González. Ocón le gritó al chofer Dionisio «Nicho» Morales: «Corré a toda velocidad al Hospital San Vicente». Nicho Morales corrió a toda la velocidad que le fue posible por las calles de León hasta llegar al Hospital San Vicente de León. En el Hospital se encontraban solamente los médicos que hacían su internado, entre ellos el médico, infieri, Ramiro Abaúnza Salinas que estaba de turno. Doña Salvadora, no permitió que ninguno de los otros internos atendiera ni tocara a su esposo herido, solamente permitió que atendiera la emergencia a Ramiro Abaúnza Salinas. Había miedo, porque no se sabía si trataba de una gran conjura y quisieran rematar al Gra. Somoza en el mismo hospital, como se ve en las películas de la mafia. En la próxima edición: 1956: Muerte del Gral. Anastasio Somoza García.