Cuentos fantásticos de Rubén Darío
La muerte del caballeroso espíritu español es el tema de este cuento; y su motivo: la guerra, ya abordada por Darío en tres cuentos: «La matuscka» (febrero, 1889), «El Dios bueno» (agosto, 1890) y «Betún y sangre» (octubre, 1890). Pero en el Almanaque Peuser para el año de 1899 fue difundido un cuarto: «D.Q.», seguramente escrito a finales del año anterior. Descubierto por Ernesto Mejía Sánchez en una tardía reproducción de la revista Fray Mocho (Buenos Aires, 13 de enero, 1920), lo dio a conocer en 1966, informando que Enrique Anderson Imbert (Revista Iberoamericana, julio-diciembre, 1967) identificó su publicación inicial en el referido Almanaque Peuser veinte años antes y que se había reproducido en la revista madrileña Don Quijote el 24 de febrero de 1899.35
Mejía Sánchez ignoraba que ya lo había publicado un periódico español de provincia, El Correo de Gerona, el 17 de enero del mismo año.
En la ampliación de su estudio sobre los cuentos darianos, Raimundo Lida anota que el enigma planteado en este cuento a partir de su título dos letras mayúsculas se va aclarando de manera alegórica, racional, verbal; y transcribe la referencia de Mejía Sánchez cuando observa con razón que «una frase [dariana] de España contemporánea (escrita el 2 de febrero de 1899) entronca nítidamente con la idea central de nuestro cuento».36 Darío exalta el caballeresco espíritu de los españoles y, combinando en su alabanza la figura de Cyrano [de Bergerat], la de don Quijote y la de Cervantes, dice de este: «…ni quien se quedó manco en Lepanto habría quedado sin perecer glorioso en Cavite [Filipinas] o en Santiago de Cuba». 37
Cerca de esta ciudad junto al mar Caribe, durante la guerra del 98 entre Estados Unidos y España, se ubica la acción relatada en primera persona por un narrador-testigo. Este pertenece a una guarnición que aguarda la llegada de una compañía de la nueva fuerza venida de España. Los soldados deseaban abandonar aquel paraje en el que nos moríamos de hambre, sin luchar, llenos de desesperación y de ira. Entre ellos, uno presenta características singulares. Todos éramos jóvenes y bizarros, menos uno. Todos nos buscaban para comunicar con nosotros o para conversar, menos uno […] A la hora del rancho, todos nos pusimos a devorar nuestra escasa pitanza, menos uno.
Tendría como cincuenta años, más también podría haber tenido trescientos. Su mirada triste parecía penetrar hasta lo hondo de nuestras almas y decirnos cosas de siglos. La descripción del portador de la santa bandera roja y amarilla continuaba: Se desvive por socorrer a los enfermos […] He hablado con él les dijo el capellán […] Es un hombre milagroso y extraño. Parece bravo y nobilísimo de corazón. Las pocas veces que habla es de sueños irrealizables. Cree que dentro de poco estaremos en Washington y que se izará nuestra bandera en el Capitolio […] Le han apenado las últimas desgracias; pero confía en algo desconocido que nos ha de amparar; confía en Santiago; en la nobleza de nuestra raza, en la justicia de nuestra causa. Dicen que es algo poeta. Por la noche rimaba redondillas que las recitaba en voz baja. Pero se ríen de él. Dicen que debajo del uniforme usa una coraza vieja. Y nadie sabía su nombre. Solo en su mochila tenía marcadas una D y una Q.
De pronto un oficial, a todo galope, aparece por un recodo habla con el jefe de la guarnición y corre la noticia. Estábamos perdidos, perdidos sin remedio […] Debíamos entregarnos como prisioneros, como vencidos. Cervera [el general español derrotado] estaba en poder del yanqui. La escuadra se la había tragado el mar, la habían despedazado los cañones de NorteAmérica. No quedaba ya nada de España en el mundo que ella descubriera. Debíamos dar al enemigo vencedor las armas, y todo; y el enemigo apareció en la forma de un gran diablo rubio, de cabellos lacios, barba de chivo, oficial de los Estados Unidos, seguido de un escolta de cazadores de ojos azules.
Había que rendir las armas. Unos soldados lloraban de indignación y vergüenza; otros palidecían. Más en el momento de la entrega de la bandera se vio una cosa que puso en todos el espanto glorioso de una verdadera maravilla: el abanderado, con la mirada de la más amarga despedida, sin que nadie se atreviese a tocarlo, fuese paso a paso al abismo y se arrojó a él.
Todavía de lo negro del precipicio devolvieron las rocas un ruido metálico, como el de una armadura. Entonces todos descubren que aquel hombre extraño era nada menos que don Quijote. El capellán y el narrador-testigo se encargan de aclarar el enigma. En «D.Q.» opina Anderson Imbert «Darío eleva el elemento esotérico de la preexistencia a otra categoría: la de la locura heroica y, aliviado de su miedo a la muerte, acierta con uno de sus mejores cuentos».38
En esta ficción, el nicaragüense explicita su actitud política y cultural ante el llamado Desastre del 98, cuando la emergente potencia imperial del Norte derrotó a la decadente madre patria de Hispanoamérica, cercenándole sus antiguas colonias de Puerto Rico y Filipinas e independizando Cuba bajo su control. Para Darío, los valores representados por Don Quijote Ideal, Nobleza, Hidalguía habían perecido. No en vano el mismo Darío, en su definitorio artículo «El triunfo de Calibán», había elogiado con vehemencia el discurso del presidente argentino Roque Sáenz Peña (18511914) «en defensa de la más noble de las naciones, caída al bote de esos yangüeses; en defensa del desarmado caballero que acepta el duelo con el Goliat dinamitero y mecánico».39
Para concluir, «D.Q.» remite a una fuente francesa: no en su desarrollo original de Darío, sino en el protagonista como portador de la bandera de España en una acción bélica. Me refiero a uno de los cuentos patrióticos, «El abanderado», de León Daudet. Traducido al español por Enrique Gómez Carrillo, el nicaragüense lo había leído en una selección de cuentos galos.40 En ambas piezas «El abanderado» y «D.Q.» sus protagonistas (el viejo Hormus y Don Quijote) rinden culto sagrado a sus respectivas banderas y fallecen al final sosteniéndolas con fervor.
35 «‘D.Q.’: un cuento desconocido de Rubén Darío / Presentación de Ernesto Mejía Sánchez». La Prensa Literaria, 21 de agosto de 1966.
36 Raimundo Lida: «Los cuentos de Rubén Darío», en Diez estudios sobre Rubén Darío. Santiago de Chile, Zig Zag, 1967, p. 207.
37 Rubén Darío: España contemporánea. París, Garnier Hermanos Editores, 1901, p. 59.
38 Enrique Anderson Imbert: «Los cuentos fantásticos», en La originalidad de Rubén Darío (1967), op. cit., p. 239.
39 Rubén Darío: «El triunfo de Calibán». El Tiempo (Buenos Aires, 20 de mayo, 1898), rescatado por E. K. Mapes en Escritos dispersos de Rubén Darío […] Tomo I. La Plata, Universidad Nacional de La Plata, Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, 1968, p. 161.
40 Cuentos escogidos de los mejores AUTORES FRANCESES contemporáneos. París, Garnier Hermanos, 1893, pp. 3543.