
Estando Rubén Darío en Managua ya muy enfermo, tenía momentos de angustiada exitación, cuando se calmó le habló a su amigo Francisco Huezo, intelectual y periodista, a quien le confesó: «Chico, me siento fatal. Tengo fatiga, una desesperante fatiga; estas náuseas y este dolor en el estómago, mucho tormento, lo agrio del paladar, estos gases ácidos me desesperan». Rubén, que a lo largo de su vida y su obra exteriorizó su terror a la muerte, le dijo a Huezo: «No le tengo miedo a la muerte. ¡Qué importa que venga! En ocasiones he gozado tanto como tal vez no lo han logrado los millonarios de la tierra. He comido como príncipe, he vestido con mucho lujo, he tenido historias en el mundo de las supremas elegancias, me he relacionado con los más altos personajes del mundo; he sentido con frecuencia el aletazo de la gloria, he derrochado dinero que gané en abundancia. ¿Qué me queda por desear? ¡Nada! ¡Venga la muerte!»

El 7 de enero de 1916 Darío regresó a León acompañado de su médico y amigo Luis H. Debayle y de su esposa legal Rosario Murillo Rivas. El presidente Díaz puso a su disposición un tren expreso que no se detuvo en ninguna estación. Fue instalado en la casa del barrio San Juan de su amigo Francisco Castro, un catre de hierro, sin cielorraso, piso de ladrillos de barro y paredes blanqueadas con cal.
El 8 de enero el Dr. Debayle y el Dr. Escolástico Lara, erradamente convencidos que el padecimiento de Rubén era cirrosis atrófica, decidieron aplicar a Rubén un brutal instrumento llamado trocar, un punzón hueco con punta de tres aristas cortantes, revestido de una cánula, con esto le dieron una cruel estocada al paciente y le extrajeron 14 litros de líquido de su estómago. Darío creyó que se trataría de una simple inyección y protestó a los médicos: «!Yo no he venido a ser crucificado!» Debayle le contestó: «Lo hacemos para salvarte de la muerte», pero la muerte no se alejó y el paciente siguió empeorando. Más médicos se presentaron a contribuir para atender al moribundo. Darío fijó su mirada en uno de ellos, médico de elevada estatura, de civilizadas maneras. El poeta atento en identificar al nuevo médico, preguntó: «¿Quién es esta mediocridad sonriente?» El Dr. Lara le respondió: «Es tu amigo, el doctor Juan Bautista Sacasa». Efectivamente, Sacasa se presentó a participar de la junta de médicos que atendían a Darío, y desde el primer momento él estuvo en total desacuerdo con el diagnóstico de Debayle y Lara de cirrosis atrófica. Pero éstos, desesperados insistieron en más puñaladas con el trocar para extraer, decían ellos, pus del hígado. El propio paciente concordó con Sacasa: «Mi enfermedad es mi antigua colitis, siento en el bajo vientre como una placa de fuego; ataquen el desorden hemorroidal y estaré bueno, no la descuiden. En la sangre que arrojó se va la vida. Mi hígado está sano, no me duele, nada tengo en él», pero «el sabio Debayle» insistió en auchillarle con el trocar.

La «mediocridad sonriente» como le apodó Darío al Dr. Sacasa, estaba en lo cierto, su diagnóstico fue el correcto. El problema de Darío estaba en el bajo vientre no en el hígado, el propio paciente explicó que su dolor, su padecimiento era su antigua colitis y que sentía en el bajo vientre como una placa de fuego, pero el «sabio» Debayle no escuchó a su ilustre paciente sino que estaba sucumbiendo al prejuicio de la cirrosis hepática causada por el alcoholismo del paciente y por tanto se empeñó en hundir ese afilado puñal llamado trocar en el hígado de Rubén esperando extraer pus, pero lo único que brotaba era sangre.

Médicos del siglo 21 que han estudiado estas narraciones del tratamiento que este afamado médico Debayle le aplicó a Darío, concuerdan que fue un diagnóstico erróneo que lo condujo a un tratamiento equivocado. Todo indica que el padecimiento de Darío fue un cáncer de colon con mortal propagación metastásica. El gobierno de Adolfo Díaz sabía que la muerte de Darío era inminente y que tendría repercusión «en otros países» y decretó presupuestos y actos para las honras fúnebres, programas que salieron publicados en los periódicos y estos llegaron a manos del moribundo Rubén. «Explotan mi muerte quienes me negaron apoyo en vida», comentó.

El oportunista gobierno conservador esperaba lucirse ante el mundo. También la Iglesia Católica se movilizó por las mismas razones de darse lustre. Solamente para administrar a Darío el sacramento de la extremaunción, se organizó toda una pomposa procesión que encabezó el propio Obispo Mons. Simeón Pereira y Castellón, que recorrió las calles de León, para demostrar que el gran Rubén Darío era un devoto católico, apostólico y romano, arrimándose a la fama y prestigio del poeta para obtener réditos paara el prestigio de la Iglesia Católica. Rubén se preparó. Llegó el Obispo y sus cientos de acompañantes.

El Obispo le expuso los principios de la fe católica y le preguntó si creía en ellos. Rubén alzó la voz y habló claro y fuerte: «Si, creo», abrió su boca sin sacar la lengua para recibir la hostia, la engulló y le dijo al Obispo: «Me felicito por haber recibido el pan de los fuertes». Pereira y Castellón concedió los santos óleos a Darío. Obispo y procesión se retiraron. Después el moribundo poeta sufrió alucinaciones, vio demonios y ángeles: «Acabo de ver a una hermosa persona, apuesta y noble ¡Qué semblante! ¡Qué dulzura de alma! Vino a visitarme. Entró con precaución para que yo no despertara. Es Mama Bernarda, la que he reconocido por madre, gentil y buena. ¡Qué suavidad inefable viene de ella! Bien, trés bien, ma chérie». También alucinó viendo demonios que mandó a echar fuera. Los médicos calificaron las visiones como el delirium tremens que padecen los alcohólicos cuando dejan la bebida. Los cirujanos Debayle y Lara seguían convencidos que el problema era la existencia de pus en el hígado, cuando no se contaba con análisis de laboratorio que confirmaran el diagnóstico. Rubén reiteradamente insistió en que su hígado estaba sano y para demostrarlo le hizo presión con su mano. No hay dolor, que el dolor lo siente en el bajo vientre, y lo señaló.
Pero Lara marcó con un lápiz otro lugar a la altura del hígado por donde debía penetrar nuevamente el trocar para otra extracción de la supuesta pus. El Dr. Debayle empuñó con firmeza el filoso trocar y penetró el abdomen del ilustre paciente que hizo un esfuerzo para resistir la puñalada. El Dr. Sacasa le pidió a Debayle que tirara del émbolo para comprobar la existencia de pus. Debayle lo hizo, y la opinión de Sacasa quedó demostrada: no salió pus sino sangre. Pero Debayle insistió en que «debía haber pus» en otro lado del hígado y siguió metiendo estocadas con el trocar, sin encontrar pus por ningún lado. El paciente se desmayó de tanta puñalada médica. El fracaso de las punciones de Debayle trascendió a la población y surgieron amenazantes críticas de indignación contra el prestigio del afamado médico y comenzaron a sospechar que el epíteto de «el sabio» era puro cuento de propaganda. Al recobrar la conciencia Darío pidió confirmar su testamento. Llegó el poeta y abogado Dr. Antonio Medrano para redactar y legalizar el testamento de Darío. Exigió que todos salieran de la alcoba, especialmente que saliera Rosario Murillo. El agónico panida expresó su voluntad testamentaria, confirmando como heredero universal a su hijo de nueve (9) años Rubén Darío Sánchez, todo lo que le pertenece le queda a su hijo: derechos totales de su obra literaria y la casa de León que heredó de la Mama Bernarda.
Nada para Rosario Murillo ni para nadie más. El testamento fue sin duda una venganza de las amarguras que le hizo pasar la Murillo a Rubén.
Durante la redacción del testamento nadie advirtió la presencia de un jovenzuelo, sirviente de la casa y temiendo que propagara el contenido del testamento, y para que no llegara a los oídos de la Murillo, le obligaron a jurar silencio. El chavalo quedó perplejo y callado. Entonces el mismo Darío le compulsó: «¡Jure, jodido!». El muchacho hizo la señal de la cruz con sus dedos: «Si, juro, don Rubén». Durante toda su agonía estuvo cuidándolo día y noche una hija no reconocida de su padre Manuel García y por tanto hermana paterna del poeta: Francisca Zapata García, iletrada, analfabeta, sencilla, solícita que había sacrificado su sueño para cuidar a su célebre hermano, un desconocido para ella. Darío concilió el sueño gracias a los calmantes, pero súbitamente despertó horrorizado y ante todos expuso su pesadilla: «¡Qué horror! ¡Mi cuerpo destrozado!» Todos sorprendidos, le preguntaron: «¿Qué es lo que te pasa Rubén, te sentís bien?». Darío respondió: «¡Es que he visto que descuartizaban mi cuerpo y que se disputaban mis vísceras, sí, sí, así como lo oyen, se disputaban mis vísceras!» Pronto su pesadilla se convertiría en una espantosa realidad, pero entonces él ya estaría en otra dimensión…
El 5 de febrero se inició su agonía final ante el estupor y el silencio de los presentes en la habitación del moribundo: los médicos Luis Debayle y Escolástico Lara, la esposa Rosario Murillo, María Alvarado Darío, prima de Rubén; Francisco Paniagua Prado, Alejandro y Octavio Torrealba, Simeón Rizo Gadea y los dueños de la casa y amigos fraternos, Francisco y Fidelina Castro.
El 6 de febrero culminó la agonía con las últimas manifestaciones biológicas de un ser vivo. A las 10:15 de la noche, Rubén Darío exhaló su último aliento terrenal y murió.
Estuvieron presente Rosario Emelina Murillo Rivas, Andrés Murillo Rivas y Joaquín Macías. El abogado y notario, Dr. Enoc Aguado Farfán, fue llamado para certificar la defunción y la autópsia que semejó una macabra danza ritual, que duró cinco horas, para extraer del tórax, abdomen y cráneo todas las vísceras, tal como el poeta lo había visto en sus pesadillas. Cuando Debayle extrajo el cerebro, como en una escena de The Ghost of Frankenstein, exclamó: «¡Aquí está el depósito sagrado!, ¡aquí está!». Introdujo el cerebro de Rubén Darío en un cilíndrico vaso de cristal con formalina y salió a la calle con el tesoro cerebral, pero le cortó el paso Andrés Murillo, forzado cuñado de Rubén Darío, y le reclamó la entrega del cerebro a Debayle, pero este se negó a entregárselo. Murillo pidió a los policías que intervinieran, explicando: «El cerebro de Rubén Darío pertenece a la viuda, mi hermana, es una reliquia de la familia». En la mente de Murillo estaba la idea de recuperar el cerebro con propósitos financieros. Los policías se llevaron preso al cerebro de Darío al cuartel y ahí permaneció varias horas encarcelado el parénquima cerebral, tal como Darío lo visualizó en sus oníricos tormentos. Se consultó al Presidente Díaz y éste otorgó el cerebro a la viuda, pero antes fue llevado al Dr. Juan José Martínez, prestigioso médico de Granada para que redactara un documento sobre el estudio del cerebro del genio. El Dr. Martínez entregó al gobierno un folleto de 60 páginas, pero sólo 5 páginas hablaban del cerebro para decir que pesó 1850 gramos ya deshidratado, que la circunvolución de Broca estaba sumamente desarrollada. Las otras 55 páginas fueron oportunistas elucubraciones literarias darianas del Dr. Martínez..
Los tres entierros de los restos de Rubén Darío.
Tal como Darío lo vio en sus premoniciones agónicas, su cadáver fue despedazado y sus restos separados en tres partes: 1-Las vísceras. 2-El cerebro. 3-El cuerpo. Y cada parte fue enterrada separadamente.
Primer entierro: A las 9:00 de la mañana del 7 de febrero, Andrés Murillo Rivas tomó una pequeña caja de madera que contenía las vísceras de Rubén Darío y las sepultó en el Cementerio Guadalupe, en la misma tumba de los restos de doña Bernarda Sarmiento v. de Ramírez, la adorada Mama Bernarda de Rubén.
Segundo entierro: El cuerpo vacío de vísceras y sin cerebro, las venas y arterias inyectadas con formalina. Fue vestido de levita cruzada y guantes negros. Este cuerpo fue objeto de varios homenajes, procesiones, ritos religiosos y finalmente enterrado al pie de la Columna de San Pablo en la Catedral de León donde permanece recibiendo permanentes visitas reverentes.
Tercer entierro: El cerebro de Rubén Darío fue colocado por el Dr. DeBayle en un vaso cilíndrico de vidrio Después de la disputa por la propiedad del cerebro, el presidente Díaz dictaminó que le correspondía a la viuda legal, Rosario Murillo. No se conoce el destino cierto del cerebro. Se dijo que Andrés Murillo había intentado vendérselo al diario La Nación de Buenos Aires, Argentina, pero que la propuesta fue rechazada con horror. Después de la muerte de Rosario Murillo nunca se supo el destino final del cerebro. Existe la posibilidad de que el cerebro fuese enterrado en el patio de la vivienda de la familia Murillo Rivas, ubicada en el barrio Candelaria de la Vieja Managua.
La única tumba que se conoce y se visita es la del cuerpo sin vísceras ni cerebro que está en la Catedral de León.
Ese fue el destino del cuerpo del gran genio nicaragüense, pero su inmenso legado continúa incólume, intacto y cada día acrecienta la veneración, el respeto y el estudio de la obra prodigiosa de Rubén Darío en todo el mundo hispanoamericano.